martes, 19 de abril de 2016

LOS NIÑOS Y LOS LIBROS, entrevista con Marinella Terzi

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Marinella Terzi, nuestra entrevistada en esta ocasión, además de Premio Cervantes Chico 2005 por su reconocida labor como escritora de literatura infantil y juvenil, es traductora y editora, faceta en esta última en la que destacan sus 21 años en Ediciones SM, donde coordinó uno de los referentes de los libros para niños y jóvenes: El Barco de Vapor. Una triple faceta que ha aportado muchos libros y que nos ofrece una gran oportunidad para ver desde varios puntos de mira la relación de los niños con sus primeras lecturas, el papel de los padres en la recomendación (que no imposición) de libros y la importancia no totalmente reconocida de los escritores y editores del sector. Las primeras lecturas de la propia Terzi vienen marcadas sobre todo por Michael Ende (como los dos libros de Jim Botón que ilustran el arranque y el final de esta entrevista), uno de los varios autores prestigiosos que ha tenido la oportunidad de traducir y adorar. Los interesados en saber más en Marinella Terzi pueden acercarse a su web oficial, leerle sobre los temas más variados en su blog El té de las cinco. Antes de eso, el lector tiene aquí de disfrutar de sus respuestas a unas preguntas que se quedan pequeñas ante las que le han hecho en su contacto con los lectores más pequeños...




“¿Le gusta escribir?”

... le preguntaron varios niños en alguna ocasión que usted estuvo de visita en colegios. Menuda pregunta ¿no? En esos encuentros se habrá llevado muchas sorpresas que desmontan un poco la inocencia con la que supuestamente afrontan los niños la lectura de sus obras y de la literatura en general. ¿No es así?


Siempre me han preocupado las palabras y la interpretación que cada uno hace de ellas. Cuando me hicieron esa pregunta, pensé que era una obviedad: llevaba casi una hora hablando con entusiasmo del acto de escribir y de mis libros. Pero después… después le he dado mil vueltas y creo que tiene un componente de asombro y también de respeto. Durante los encuentros con los lectores hay muchas preguntas que se repiten, pero de pronto surge algo especial, distinto, que te hace recordar lo bonito de tu profesión y te da fuerzas para seguir caminando. Y, a veces, mucho más que en las preguntas hallas esa chispa en las miradas de algunos niños. Son miradas reflexivas, de admiración, y también de esperanza ante un futuro que de pronto ven al alcance de la mano. De hecho, muchos de esos niños me dicen a la salida, en voz muy baja, con emoción: “Yo también voy a ser escritor.”


¿En alguno de esos encuentros le ha comentado algún niño que algo de lo que usted ha escrito le ha sucedido a él?


En general, yo hablo de personas de carne y hueso a las que, en principio, les ocurren cosas cotidianas. En ese sentido, los lectores se sienten identificados con mis personajes, establecen empatía con ellos. Pero, en su mayor parte, están más interesados por saber si esos hechos me han sucedido a mí. Muchos, sobre todo los más pequeños, se toman la historia al pie de la letra, casi como una biografía de su autora. Yo trato de dejarles claro que, en ocasiones, puedo partir de un hecho real pero siempre acabo transformándolo con el poder de la imaginación -no con una varita mágica- para alejarlo de la realidad y convertirlo en literatura.


 
Muchos autores cuando escriben piensan en unos interlocutores, sus hijos, su sobrino (como en el caso de Rodari), aunque también debe haber casos en que se imaginan dialogando con ellos mismos de pequeños. ¿Quién es su piedra de toque?


No pienso en ningún niño en concreto, pero sí en una colectividad: la de los lectores. Les cuento la historia a ellos: esos lectores con los que converso en los centros que visito habitualmente. Son ellos los que dan vida a mis libros al descubrir las historias que estos encierran. Por eso, siempre trato de hacerles comprender la importancia de su estatus de lector, que se den cuenta de que un libro sin un lector no es nada.
 

¿Cómo fue la pequeña Marinella, como niña, como lectora?


Una niña reflexiva, con mucha vida interior. Imaginativa y emotiva, también. Alguien capaz de llorar cuando la desbordaban los sentimientos de personajes inventados, “instalados” tanto en sus propios juegos -eso ya era creación- como en los libros y las películas de otros, con los que empatizaba. Me gustaba leer y en casa se daba rienda a mi afición como algo natural porque los libros, los periódicos, las revistas y los tebeos formaron parte de la familia desde siempre.


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A propósito de El hijo del pintor, que novela la infancia del escritor Michael Ende, usted comentó que durante su infancia ya había estado venerando, sin saberlo, dos libros suyos. Seguro que más de una fascinación, y no solo literaria, habrá recuperado de otro modo en su etapa adulta, en sus múltiples facetas como escritora, traductora, editora… ¿Recuerda alguna de ellas?


Sí, Jim Botón y Lucas el maquinista y Jim Botón y los trece salvajes son dos libros que leí con ocho o nueve años y que me impactaron sin saber entonces nada de su autor, al que “descubrí” muchos años después, gracias a La Historia Interminable. En mis lecturas infantiles había también libros de Montserrat del Amo, de la que, en mi etapa como editora, tuve el honor de publicar La casa pintada en la colección El Barco de Vapor. De pequeña leí también Bimbulli de Mira Lobe, y “me enamoré” de aquel muñeco de tela que me fabricó mi madre en seda rosa, siguiendo las instrucciones de las guardas del libro. Muchos años después, pude publicar varios libros de esa autora austriaca y mi primera traducción fue precisamente de una de sus obras: Ingo y Drago. Las fascinaciones que sentía de niña -jugar durante días a ser espadachín tras ver la película El prisionero de Zenda o “enamorarme” de personajes literarios- se fueron pasando con los años. Pero en mis libros sí está muy presente el respeto que siento desde siempre por el arte y los creadores: pintores, escritores, cineastas, escultores… Una muestra palpable es la novela Falsa naturaleza muerta. Y también, el impacto que me han producido ciertos lugares. México, por ejemplo, que me llevó a escribir ¿De vacaciones en México?. En definitiva, a través de mis vivencias personales trato de contagiar el interés por la cultura y por las personas, aunque vivan a kilómetros de distancia.


Habrá muchos que le habrán leído sin saberlo, pues usted atesora una gran trayectoria como traductora. De hecho, los admiradores de Michael Ende o de Christine Nostlinger, dos referentes de la literatura infantil y juvenil en lengua alemana, a buen seguro que han tenido en sus manos algún libro de estos autores vertido por usted a lengua castellana. Desde esa posición seguro que nos sabrá describir cómo escriben ambos, con qué elementos se acercan al lector… ¿Cómo son esos autores? Y para quien no los conozca, ¿qué obras recomendaría de ellos y en qué orden?


De Michael Ende recomendaría cualquier obra porque estoy segura de que todas -de las que he leído una gran parte- tienen siempre algo peculiar, diferente, que deja huella en el lector. Ya sean álbumes ilustrados, novelas juveniles o ensayos. Para mí su obra es el ejemplo más claro de que la fantasía bien hecha se aleja totalmente del mero entretenimiento y del escapismo. Su literatura es muy divertida, llena de diálogos chispeantes e ingeniosos que provienen claramente del dramaturgo que llevaba dentro, y al mismo tiempo, reflexiva y absolutamente crítica con el entorno. Pero, por dar un título concreto, elijo El secreto de Lena, que traduje en 1991. La historia parte de una idea casi irreverente: una niña que decide dar un escarmiento a sus padres porque está harta de que no la obedezcan. Así que los vuelve pequeños, para que sufran y se den cuenta de lo injusto que es depender siempre de las decisiones de otros.


 
En cuanto a Christine Nöstlinger, tiene una producción amplísima que yo no conozco ni mucho menos al cien por cien. Pero recuerdo con mucho cariño ¡Que viene elhombre de negro!, donde aparece una madre de psicología equivocada que sufre en carne propia los miedos que pretende inculcar a su hijo. A mi modo de ver, la literatura de Nöstlinger suele ser sencilla, familiar y muy humorística, y eso la conecta fácilmente con los niños.


Hay mucha gente que piensa que con cuatro palabritas, algún diminutivo y algo de imaginación se construyen historias para niños. Escribir para niños, y para diferentes edades de niños, es bastante más complicado de lo que parece, ¿no? ¿Qué consejos le daría a quien quisiera adentrarse en este mundo como escritor, además de leer mucha literatura infantil y juvenil? ¿Cómo afrontar el tono, las diferentes edades del niño que va a leerlos, etc?


Esas creencias equivocadas nacen fuera del ámbito de la literatura infantil y juvenil. Nunca he comprendido que este oficio no se valore como merece cuando gran parte de la responsabilidad de que los lectores del futuro lean se gesta en las obras infantiles y juveniles que tuvieron al alcance de la mano en su niñez. Los libros para niños deben ser esas obras mágicas que prenden la mecha e inoculan el hábito lector ya para siempre. Y, por tanto, es evidente que no pueden ser ni cursis ni ñoños, ni sonar a discurso didáctico de un adulto que pretende enseñar al que no sabe.  Creo que para escribir para niños y jóvenes es necesario ser honesto, ser natural, ser dinámico y, por supuesto, tener una buena historia y unos personajes de peso. También es imprescindible cuidar el lenguaje, como lo cuida cualquier escritor que se precie. Yo recomendaría ser preciso y conciso, ni andarse por las ramas ni dormirse en los laureles, ni sentar cátedra; nunca. ¿Las edades de los destinatarios? Vienen dadas por el argumento, por el tono y por el vocabulario. Casi me atrevería a decir que es algo de sentido común, pero de todas maneras no son los autores los que deben preocuparse especialmente por ellas. Son los editores quienes asignan los textos a los distintos niveles, y se trata de algo meramente orientativo, más dirigido a los mediadores que a los propios niños.


Usted también es editora y sigue periódicamente la actualidad de lo que se publica a través de excursiones a librerías. Cuando se detiene frente a las estanterías ¿qué suele buscar?


Para ser sincera, es algo que hago cada vez menos, porque cuando lo hago salgo con un sabor amargo de las librerías. La oferta es tan amplia y, en muchos casos, tan similar, que acabo verdaderamente mareada. Y, por encima de todo, la colocación de los libros es injusta. Ante tal avalancha de libros, el espacio es mínimo y los libreros deben apostar por dar rango de honor -es decir, colocar en las mesas de novedades- a los títulos más comerciales, más promocionados y con más posibilidades de venta, ya de antemano. De este modo, los libros de fondo, los más especiales, los de minorías… se apelotonan en los “lineales” -así llaman los comerciales a las estanterías- que nadie ve. Es casi milagroso, por tanto, que un cliente le dé una oportunidad a uno de esos libros. En fin, es la pescadilla que se muerde la cola y un problema que no tiene fácil solución en el mundo de la oferta y la demanda.


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Cuando compro libros suelo llevar a mis hijos y acabamos comprando cosas que a ellos les llaman la atención y alguna cosa que yo considero que ahora o más adelante les pudiera interesar. Uno de las grandes cuestiones que nos planteamos los padres es a la hora de acertar con la edad. Los míos son muy pequeños y aún le atraen más las ilustraciones que las palabras, pero imagino que llegando a la preadolescencia, la dificultad en acertar con el libro debe ir en aumento. Ese es un tema que deben tener muy por la mano a la hora de editar un libro, de idear uno para una colección enfocado para una edad determinada. No le pido que me dé trucos profesionales, pero sí alguna consigna.


La lectura es una afición en la que cada lector se guía por sus gustos personales, y así debe ser. Cuando los niños son pequeños, los padres, familiares y profesores cumplen una función de prescriptores fundamental. Orientan sus gustos y eligen el libro que puede interesarles. Pero a medida que los chicos crecen, es lógico que sean ellos mismos los que escojan en la librería. Todos sabemos que obligar a leer no suele tener muy buenas consecuencias. Sí recomendar, siempre que el futuro lector de la obra confíe en esa persona que le habla con entusiasmo -y esa es la clave- de un libro interesante. El entusiasmo hace maravillas y es contagioso. Por su parte, las editoriales tienen la gran responsabilidad -y más si publican para niños- de hacer libros de calidad, visualmente hermosos, y que conecten con su público. ¿Libros que entretengan? Desde luego, pero también que hagan pensar. El libro ideal, para cualquier edad, es el que engancha al lector, le remueve por dentro y produce una progresión en él. Un editor debe tender siempre a la búsqueda de ese libro ideal, aun sabiendo que el mercado le obliga a veces a hacer concesiones.


En varios lugares he leído/escuchado que el punto de partida de los álbumes ilustrados para niños suelen empezar a crearse por el texto y luego viene la ilustración, aunque luego ésta sea la que hace que el libro llame más la atención. ¿Es eso cierto?


Cada proyecto nace de una manera diferente y todas son válidas. Si texto e ilustración son de la misma persona, el autor puede empezar indistintamente por uno o por otra o, incluso, compaginar los dos. Y lo mismo sucede cuando se trata de un autor y un ilustrador que ya se conocen de antemano y se lanzan a crear un proyecto conjunto.  Pero en muchos casos, un escritor crea un texto y lo manda a una editorial. Allí, si los editores lo ven apropiado y deciden publicarlo, eligen un ilustrador que encaje con el estilo del autor y le encargan unas ilustraciones que se adapten a las características de la colección en la que se va a publicar el libro. Desde mi punto de vista, es muy importante que texto e ilustraciones vayan de la mano, que haya una uniformidad entre ellos. A veces, cuando abres un álbum ilustrado, te das cuenta de que texto y dibujos te cuentan cosas distintas y eso produce desconcierto en el lector. Entiendo que la ilustración no debe ser un mero calco del texto. Puede aportar más información, pero no, desde mi punto de vista, ir por su cuenta y riesgo, caminar por unos derroteros que tal vez sean muy creativos y muy artísticos, pero que no tienen nada que ver con la obra de la que parte. Porque el argumento lo dicta el texto, no las ilustraciones.


He de confesarle que en muchos casos después de llamarme mucho la atención la ilustración, me ha decepcionado el texto. A mí personalmente me decepciona una idea demasiado simplista, de demasiadas buenas intenciones y sobre todo el excesivo didactismo. ¿Qué le suele decepcionar de los textos que lee, ya sea en librerías, en los textos que hayan llegado a su mano en su labor editorial...?


Los álbumes ilustrados entran por los ojos. Las imágenes son lo primero que vemos, pero vuelvo a lo anterior: deben estar en sintonía con el texto del que parten. Que un texto sea corto no implica que deba ser simplista. Escribir un álbum es tan difícil como escribir un relato para adultos. En un texto corto todo está medido y es necesario, no hay nada superfluo. En un texto corto ningún autor se puede permitir momentos de bajón como los que tienen casi todas las novelas antes o después. Casi me atrevo a afirmar que el clímax debe ser continuo.  Por consiguiente, huyo de los textos planos, del didactismo, de lo políticamente correcto, pero también de lo pretencioso. Y busco lo sorprendente, lo original y la belleza, que muchas veces es mucho más sencilla de lo que pudiera parecer. Por otro lado, hay que hacer comprender a muchos adultos que un álbum ilustrado no siempre es sinónimo de “libro para niños pequeños”. Hay muchos álbumes que por su complejidad formal y artística pertenecen al mundo de los adultos.  


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Sus protagonistas más pequeños, como los de Cuando juego... se imaginan piratas a partir de una caja de cartón. Los de sus libros juveniles escriben diarios. Todos tienen su forma de reflexionar sobre su entorno y convertirlo en imaginación y palabras. Un entorno que en el caso de sus obras juveniles no huyen de temas como las drogas o la muerte. Mis hijos más pequeños estos días cuando ven la foto de alguien en televisión preguntan si ese chico es el de la bomba. Supongo que comparte conmigo que lo peor que podemos hacer con nuestros hijos es evitarles/esconderles estos temas. Pero, ¿cómo abordarlos? ¿Hay debate al respecto entre autores y editoriales?


Me ha preocupado siempre el día a día de nuestro mundo y las relaciones que se establecen entre las personas. Mis libros son crónicas de la vida. Este interés posiblemente me venga dado por mi relación con el periodismo, la carrera que estudié y que me llevó a trabajar en la redacción de un periódico durante un tiempo. Los niños no viven aislados en sus casas, forman parte del mundo y conocen desde muy temprano lo bueno y lo malo que hay en él. Si pretendemos encerrarlos en una isla de felicidad para que no sufran, el día que el sufrimiento llegue inexorablemente los encontrará desprotegidos. Solo hay que contarles las cosas con delicadeza, a pequeñas dosis y de manera que ellos las puedan asimilar. Todos mis libros, desde los dirigidos a primeros lectores hasta las novelas para jóvenes, reflejan la realidad y, por tanto, tienen momentos de tristeza, pero también momentos de risa y mucha esperanza.


Usted fue galardonada con el Cervantes Chico, la máxima distinción en España a un autor de literatura infantil y juvenil. ¿Se siente usted candidata a la máxima distinción mundial, el premio Andersen, que se falla cada dos años? ¿Qué autores cree que podrían ganarlo en los próximos años o que a usted le gustaría que lo ganaran?

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Para mí recibir el Premio Cervantes Chico fue un gran soplo de ánimo que me vino especialmente bien en el momento de crisis en el que me encontraba. Fue un gran honor que guardo en mi corazón como un tesoro. Pero ¿el Andersen? Honestamente, no. Tengo muy poca producción para ello y, sobre todo, hay muchos autores con una obra muy consolidada que lo merecen más que yo. No he entendido nunca por qué no lo ganaron en su día Michael Ende o Roald Dahl y pienso que por lo menos habría que otorgárselo a los dos a título póstumo.

 

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